¿Conoces mis gustos verdad?


—Píntate los labios—.  Mi voz, ahora sí, sonó autoritaria, podría decirse que era una orden. Llevábamos charlando animadamente en mi despacho bastante rato. De repente  opté por callar.
Ella sabía que a mí me gustaban las pausas,  de hecho se movía muy bien entre mis silencios, los supo captar desde que nos conocimos.




Mirándola a la cara le pregunté —Llevas pinta labios?—.  
—Siempre Monsieur—, me contestó sin mirarme, humedeciéndose los labios al tragar saliva, ese gesto, ese es lo que me gusta de ella. 
Como si se hubiera detenido el tiempo y las manecillas del reloj se debatieran para no avanzar, abrió su bolso y sacó su pinta labios.
Seguía con sus movimientos pausados, mientras, yo me deleitaba observándola. Abrió su bolso, sacó la barra del pinta labios y con su mano girándola despacito, la miraba, como si no supiera lo que saldría de aquel cilindro.
De repente, el color rojo de la barra destelló,  empezó un ritual cargado de sensualidad, inició un recorrido desde el centro hasta un extremo y así hasta el otro extremo de cada labio, finalizando en la comisura, mi piel se erizó como nunca.
Ella consideró que ya era suficiente,  cerró la barra con un ruido sutil, me hizo dar un respingo y volver a la realidad. Entonces, sólo entonces posó sus ojos en mí.
Me separé del escritorio, me levanté y me acerqué a ella.
Había despertado mis instintos, ella lo supo enseguida, su cuerpo emitió un ligero escalofrío, apenas imperceptible. Le tendí mi mano con una ligera inclinación de cabeza, ella ladeó su cara y se dejó guiar.
La acompañé hasta mi sillón de dirección, de moderno diseño, de piel natural color blanco. Me situé detrás y la guié con mi mano para que se sentara.
Aparté a un lado su pelo. —Sabes?— Me acerqué hasta que mis labios estuvieron casi pegados a su cuello, le susurré, tan cerca, que mis labios se lo rozaron, —llevas toda la mañana coqueteándome, no pretenderás que ahora baile el hula hoop verdad?
Ella reprimió una sonrisa velada. La cogí del pelo y estiré suavemente.
Nuestros ojos se encontraron de nuevo, esta vez ella anhelaba pasión, por primera vez en toda la mañana, pude ver cada uno de sus pensamientos reflejados en aquellos ojos.
Solté delicadamente su melena de mi mano y me aflojé la corbata, la dejé encima de mi mesa y me desabroché el botón superior de la camisa. Ella no se incomodó ni un ápice; quizá se excitara un poco, pero no parecía incómoda.
—Conoces mis gustos verdad?.
—Si Monsieur, y sabe que le adoro.
—Debo advertirte que espero ciertas cosas de ti. ¿Tienes alguna duda?.
—Ninguna Monsieur—, contestó ella con firmeza y feminidad.
—Muy bien. Desnúdate. No te levantes de mi sillón.
Mientras se quitaba la blusa  y el sujetador, vi como su sensualidad  fluía por todos los poros de su piel, se bajó los pantalones, las bragas  y sacó los pies de la ropa sin mirarme. Se quedó con los zapatos de tacón puestos, conocía mis gustos.
Le cogí los brazos y con mi corbata de seda barroca italiana le até ambas muñecas por detrás de mi sillón. Me moví despacio, quería saborear cada momento. Me detuve frente a ella para quitarme la camisa y ella me miró con una salvaje excitación en los ojos.
Fui hacia la gran mesa que había a mi derecha y abrí un cajón. Allí estaba mi pañuelo negro de seda. Lo sostuve ante sus ojos para que pudiera verlo y supiera mis intenciones.
—Cuando te vende los ojos, se te agudizarán los sentidos, lo sabes verdad?
Ella se humedeció los labios al tragar saliva, —si Monsieur, lo sé.
Le até el pañuelo alrededor de la cabeza, asegurándome de que le tapaba bien los ojos. Sí, eso estaba mucho mejor. Miré su vulnerable figura. En aquel momento estaba completamente a mi merced. Atada a mi sillón.
Regresé a la mesa y cogí mi fusta favorita. Me acerqué a ella en silencio situándome de frente para apartarle el pelo del cuello y ponérselo a un lado. Ella se sobresaltó al percibir mi caricia.
—Yo nunca te haría daño.
Ella suspiraba y se estaba esforzando mucho para intuirme.
Le reseguí un pezón con la fusta. La sensación le arrancó un jadeo.
Tracé un segundo círculo. Y si te dijera que lo que tengo en la mano es una fusta, uno de mis juguetes favoritos ¿qué sentirías?. Déjame enseñarte lo que puedo hacer con él. Lo bien que puede hacerte sentir. Deja que te enseñe los placeres de mi mundo.
Llevé la fusta hacia atrás y la sacudí con suavidad con la muñeca para que diera rápidamente sobre su pecho. Algunas cosas era mejor explicarlas con sensaciones, mejor que con palabras. Ella jadeó, pero no fue un jadeo de miedo. Más bien de sorpresa.
— ¿Lo ves? No tienes nada que temer. No te voy a hacer daño. le golpeé las rodillas con suavidad.
—Abre las piernas.
Esta vez no vaciló. Obedeció de manera inmediata.
Excelente. Observé su rostro, excitación, sorpresa y entusiasmo.
Deslicé la fusta desde sus rodillas hasta su húmedo sexo, sin dejar que el cuero se separara de su cuerpo.
Hice un movimiento seco con la muñeca y dejé que la fusta impactara muy suave contra su sexo hinchado y dispuesto.
—Uno —. Ella inspiró de nuevo. — Dos— soltó aire con un gemido.—Tres.
—Y ahora?— le pregunté, aunque en realidad no lo necesitaba, su cara era un libro abierto.
—Más. Quiero más Monsieur.
Dibujé otro círculo alrededor de su sexo y luego rocé la fusta contra su clítoris. Ella no pudo contenerse y gritó mientras tiraba de la  corbata que sujetaba sus muñecas.
Su reacción me sorprendió. Nunca habría imaginado que sería tan receptiva, ni lo mucho que disfrutaría de lo que le estaba haciendo, lo mucho que parecía necesitarlo.
—Estás preciosa atada delante de mí. Subí la fusta de nuevo hasta su pecho. Tu cuerpo está suplicando liberación, ¿verdad?
—Sí—, gimió.
— La tendrás. 
Me arrodillé delante de ella, dejé la fusta en el suelo a un lado y le empecé a acariciar su piel, sus mejillas, sonrosadas por la excitación, bajé mis grandes manos por sus pechos. Le lamí los pezones, paseé mi lengua por la piel de su estómago. Ella gimió y tembló bajo mis caricias.
Mis dedos alcanzaron su sexo  y los deslicé entre los labios, empapados,  mientras con mi otra mano le apretaba sutilmente su cuello. Ella empezó a gemir.
—Ni se te ocurra correrte todavía— mi voz volvió a sonar con tono de orden.
Ella siguió gimiendo, estaba firme y húmeda y la sensación que percibí alrededor de mi mano fue apetitosa. 
Ella gimió y echó la cabeza hacia atrás. Seguía  a la vez frotándole el clítoris, tocándola hasta que empecé a sentir cómo se contraía alrededor de mis dedos.
Ella me suplicó que continuara. Jadeante. Desnuda. Sudorosa. Yo seguía con mi pantalón y sin camisa.
Me puse delante de ella, me arrodillé.
—Quiero que me regales tu orgasmo. Dime,  que prefieres, boca o polla?
—Las dos cosas Monsieur.
— Que golosa eres.

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