De la poesía, a veces, como tantas cosas de la vida, uno sabe con mas seguridad el final que el principio.
“No sé qué tiene
Monsieur pero me excita, tal vez sea cierto que sea su personaje lo que me
atrae, tal vez sea cierto que me haya conquistado el personaje que me he
montado en mi cabeza imaginando mil veces encuentros con El, no tengo ni idea.
Lo que sé es que hace que me moje, que los pezones se me endurezcan y deseo que
sus manos, me acaricien, que jueguen conmigo y que su mente me ofrezca rituales
para servir de altar. Me mola, me pone, me excita. No puedo evitarlo, pienso en
El muchas veces al día”.
Me puse mis
guantes de piel antes de arrancar el coche. Ella los miró y se humedeció
los labios al tragar saliva.
—Estás
cómoda cielo?— le dije mientras conducía mi coche, Volvo automático, por
supuesto.
Siempre he
pensado que la comodidad del cambio automático en un coche, supone muchas
ventajas, una de ellas es una mayor sensación de seguridad, al no tener
que preocuparme por la sincronización entre pedales y cambio de marchas y la
otra, poder acariciar la mano de mi chica. Eso hice.
Ella notó
como cogía su mano. Ese roce, ese, provocó una contracción en su vagina y sus
bragas sin compasión, se mojaron.
Envolvía el
ambiente durante el trayecto en coche la música de mi equipo, en estos momentos
sonaba We Don’t Talk Anymore mientras nuestras manos
jugueteaban, se rozaban, en un lenguaje de sensaciones en el que sobraban las
palabras, donde ella ya se sentía mía con sólo rozar las yemas de nuestros
dedos.
Yo era un
diablo muy alto, con barba, pelo canoso y traje a medida, un cuerpo curtido por
el deporte y una tesis doctoral cum laude, pero con
el alma teñida de cicatrices, que siempre, siempre se han presentado sin
avisar. Estaba acostumbrado a ser mirado con deseo, por ellas y por ellos.
Llegamos y
aparqué el coche. Le abrí galantemente la puerta de casa. Cerré tras nuestro
paso.
Ella vestía
una falda muy sexy, de cuero negro, con una sutil abertura lateral y un jersey
bicolor de punto fino para contrastar. La completaban unos zapatos negros, de
tacón de vértigo. Estaba sensualmente perfecta.
—Mírame—, le
dije en un susurro. Nuestros ojos se encontraron. Pude leer cada uno de
sus pensamientos sobre mí reflejados en aquellos ojos. Le planté un beso
con toda mi boca abierta, que comenzó en sus labios y terminó en su alma,
como cuando alguien sorbe tu cuerpo entero a besos.
La acompañé
hacia las estancias de la casa. —Aquí está la sala de mis libros, mi sitio
sagrado, la estancia que da placer a mis sentidos—. Libros encima de una gran
mesa de caoba, también pilas de ellos en el suelo.
—Sabes? Las
estanterías de mi biblioteca no están hechas solo para mis libros, todo
los objetos que ves los he acumulado en mis viajes, otra de mis pasiones.
Ella paseó
por la sala, despacio, felina, sorprendida por aquel orden dentro de un
aparente caos, donde convivían con armonía multitud de libros, la exótica
combinación de formas geométricas y la elegancia de un gran espacio, cuando de
pronto reparó en un gran arco que dividía la estancia. De el pendían dos
cadenas y sendos grilletes. Se adentró en la sala, se plantó en medio y se dio
media vuelta para mirarme con la boca abierta.
—Te explico,
le dije, más allá de servir para dividir ambientes sin paredes, los arcos en el
interior de una casa son perfectos para conectar espacios de un modo sutil.
Pero esto lo descubrirás luego. Ven subamos a mi terraza.
Salimos de
la sala de los libros y subimos una gran escalera.
Era la hora
de la puesta de sol, con mi mano en su cintura la acompañé para que se sentara
en un gran sofá blanco. Le serví un gessami, fresco, no frío.
Le serví el vino y le ofrecí la copa mientras ella
me miraba sentada. Tenía entreabierta la boca a la altura de mi bragueta. Tuve
que hacer uso de todas mis clases de yoga para no follármela allí mismo.
—Si
Monsieur?, contestó ella carraspeando.
Me descubrí
mirándola ensimismado, joder, pensé, como me gusta.
—Escúchame,
saborea este vino como si de un paseo de primavera se tratara, cierra los ojos
y da un sorbo, notarás entonces una entrada amable y un cuerpo ligero y sedoso
a su paso. Es un vino que se mueve entre la delicada suavidad de estructura
untuosa y cierta frescura.
Ella
parpadeó y me miró. Bebió un sorbo.
Cogí una
caja que había dejado preparada con anterioridad y la coloqué en una mesita al
lado de un sillón que estaba situado frente a ella. Me quité la americana,
arremangué las mangas de mi camisa blanca, de seda italiana, sentándome
frente a ella.
Entonces ella volvió a parpadear.
—Quítate los
zapatos.
Ella lo hizo
muy despacio, deliberadamente despacio, fue entonces cuando entendió por qué le
había dicho que viniera con las uñas de los pies sin pintar.
Le separé sus dedos, perfectos, largos, con un
separador de puntas, primero le apliqué una capa base.
Cuando me di
cuenta ella había puesto su otro pie encima de mi bragueta, la miré. Ella se
humedeció los labios al tragar saliva. No dijimos nada.
Transferí
una gota de esmalte rojo del pincel a la primera uña y con mucha
delicadeza le pinté cada uña de sus dedos. Ella apenas presionaba mi paquete
con el otro pie, pero la erección que tenía era tal que estaba a punto de hacer
estallar los botones de mi pantalón.
Así
estuvimos hasta que terminé de pintarle las uñas.
—Habrá que
esperar un rato a que se sequen, le dije mirándola a los ojos. Y ahí fue cuando
cogí sus tobillos con mis grandes manos y puse sus pies, cada uno de ellos,
en un brazo de mi sofá. Ella quedó abierta de piernas para mi. Pura
química.
Avancé mi torso
hacia ella y le quité las bragas.
—Acaríciate.
Hazlo para mí. Quiero ver como sientes. Quiero ver la nena puta que habita en
ti. No dejes de mirarme.
Ella abrió
más las piernas, entreabrió la poca y deslizó su dedo índice hacia el
clítoris. Estaba muy mojada.
—Ahora
quiero que te dejes llevar. Haz lo que te digo. Frota con firmeza y suavidad de
arriba hacia abajo, y luego de abajo hacia arriba varias veces. Bien. Ella
gemía, y salivaba. Sentía la necesidad de liberar su alma, una sensación de
entrega que la superaba.
—Frótatelo
por ambos lados, entre el clítoris y los labios. Dibuja círculos a su
alrededor, en un sentido y luego en el otro. Y mírame joder. Quiero que te
corras para mi.
Mientras a
ella la invadía un mar de sensaciones, se corrió, mirándome. Mirándonos. Se
paró el tiempo. Se nos hizo de noche entre caricias y Gessami.
—Ven,
bajemos a mi biblioteca, no quiero que cojas frío.
Bajamos las
escaleras, ella iba descalza con los zapatos de tacón y las bragas en una mano
y su otra mano se dejaba llevar por la mía. Entramos en la sala de los libros.
Ella me miró y vació ligeramente.
—Confía en
mí, ven aquí.
Se acercó a
mí. No quería irse.
Gimió.
—Tengo miedo de salir de esta habitación y no volver a sentir en toda mi vida
lo que siento estando con usted Monsieur. Nunca habría imaginado que sería tan
receptiva, ni lo mucho que disfrutaría de lo que le estaba haciendo, lo mucho
que lo estaba deseando, lo mucho que parecía necesitarlo.
Ella sabía
que a mí me gustaban las pausas, de hecho se movía muy bien entre mis
silencios, los supo captar desde que nos conocimos. Le tendí mi mano con una
ligera inclinación de cabeza, ella ladeó su cara y se dejó guiar.
Mientras se
quitaba la falda, noté su piel erizada.
Le cogí los
brazos con firmeza y precisión y se los encadené por encima de su cabeza. Me
moví despacio, quería saborear cada momento. Me detuve frente a ella para
quitarme la camisa, ella me miró con salvaje excitación en los ojos. Inspiró de
nuevo, soltó el aire con un gemido.
Me detuve
—¿Y ahora? —le pregunté.
—Más.
Necesito más Monsieur.
—Deseo
tenerte. Llevarte hasta el límite del placer una y otra vez. No te preguntes
porque, déjalo en mis manos. Tú siente, sobretodo siente.
Pasé la yema
de mi dedo índice por su mejilla, quise acariciarla sutilmente y tranquilizarla
para que supiera que nunca le haría daño.
El tiempo se
detuvo, esa caricia, ese instante, ella embriagada con la cabeza inclinada por
mi olor, mi perfume, que combina aromas de barbería antigua, artemisa, lavanda,
menta con cítricos, especias y maderas. El efecto es interesante sobre escrito,
pero deslumbrante sobre la piel.
Sujeté su
pelo para tirar de él hacia atrás, —Te adoro, le susurré bajito en su
oído. Mis labios se mueven cerca de su oreja, deslizo la punta de mi lengua por
su cuello, saboreando con precisión su aroma a mujer deseada.
Instintivamente
ella se mueve contra mi, quiere perderse en mí.
Mi lengua se
mueve hacia su oído, ella jadea, mis manos sujetando su cabello hacen que se
sienta dominada, mientras mi otra mano se mueve más bajo, más allá de sus
tetas, el estómago, bajando, ella siente deslizar mi mano entre sus muslos.
—Déjame
entrar—, le susurro. —No sólo aquí—, añado más presión entre sus muslos,
enviándole una sacudida de placer a través de mis manos.
—Eso está
bien—, le digo mientras ella parece empezar a temblar. —Pero quiero entrar aquí
también—, le dije con mi voz queda mientras le besaba la parte superior de su
cabeza. Le planto un beso en la frente. —Aquí.
Mi mano
entre sus piernas, me inclino hacia delante lamiendo sus labios mientras mis
dedos empiezan a moverse, ella está mojada, muy mojada, a cada caricia de mis
dedos, ella siente como si las cosas se cayeran de las estanterías. Pensamiento
y confusión.
Ella estaba
firme y húmeda y la sensación que percibí, era la pasión que empezaba a
desbordar su cabeza. Me endurecí y deslicé otro dedo en su interior.
Mojada. Interné un poco más los dedos, todo lo que pude.
Ella gimió y
echó la cabeza hacia atrás.
Seguí
tocándola hasta que empecé a sentir cómo se contraía alrededor de mis dedos.
Ya estaba a
punto. Se le entrecortó la respiración y sus mejillas se sonrojaron. Abrió y
cerró los labios.
Me acerqué
un poco más.
—Ahora.
Se dejó ir y
no había en la tierra imagen más bonita que verla alcanzar de nuevo un
orgasmo, la concentración de su rostro, las curvas líneas de
su cuerpo mientras la liberación se adueñaba de ella, el suave gemido que
surgió entre sus labios.
Tragó
saliva.
— Esa puta
boca
Sacó la
lengua y se humedeció los labios. Sonrió con esa cara de haberse corrido ya dos
veces y querer más. Mucho más.
—Glotona— le
dije con mis labios pegados a la piel de su cuello.
Fui hacia mi
mesa. Lubriqué un plugin anal que tenía preparado, volví hacia ella y empecé a
jugar.
—Que me está
haciendo Monsieur, me gusta.
Entonces le hice una penetración suave con el
plugin, dilatando lentamente su ano, —Monsieur, ella gemía.
—Siente. Dejé
el plugin dentro. Ella no paraba de gemir.
A
continuación cogí un vibrador y le empecé a acariciar la nuca, bajé hasta
masajearle la espalda, lentamente, pausadamente, hasta que llegué a su zona
lumbar y le recorrí la cintura hasta su ombligo.
Comencé a
bajar, seguía jugando, jugando con el vibrador, llegué a su clítoris, empecé a
acariciárselo con él, un minuto, dos minutos, diez minutos …ella empezó a
gemir suspiros de pasión incontrolable.
—Monsieur me
voy a correr.
— Shhh
despacio, como se lee un libro. Ni se te ocurra todavía, espera—, le ordené en
voz baja.
Seguí
jugando con el vibrador en su vagina, mientras con la otra mano jugaba con el
plug en su ano … entraba … salía, daba vueltas en una cadencia de placer.
Ella me imploraba su orgasmo, —No … todavía no …
quiero que saborees el placer, me entiendes?
—Si Mon
Monsieur.
La besé en
la boca mientras con el consolador seguía frotando su sexo, abierto para mí.
La besé
poniéndole toda mi lengua en su boca, con mis dientes mordí levemente sus
labios, primero uno, luego otro.
Ella se
colmó, arqueó su espalda con el vibrador acariciando su clítoris y mi lengua en
su boca, liberó su alma para mí. Su orgasmo, largo, fue intenso.
Fue mío.
De la
poesía, a veces, como tantas cosas de la vida, uno sabe con mas seguridad el
final que el principio. Justo en ese instante supe que aquella chica sería mi
perdición
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