LAS BIBLIOTECAS TRANSMITEN EROTISMO, MUCHO EROTISMO.


          Llevaba todo el día fotografiando las estatuas situadas en la parte posterior del escenario, había disparado mi cámara fotográfica desde todos los ángulos. Estaba obsesionado con captar la impresión que me transmitían,  como si estuvieran danzando, impulsadas por un viento imaginario.

    Miré mi reloj, «es tarde». Desmonté la cámara y la guardé en la mochila de piel que siempre llevaba colgada sobre mi hombro. Me arrodillé, abrí mi portátil y repasé mis últimas anotaciones, en el encabezado tenía escrito: “Palau de la Música Catalana, año 1905. Arquitecto Lluís Domènech i Montaner” «un arquitecto capaz de construir los sueños» pensé.

                                                                                                

            Decidí terminar cuando llegara a casa, todavía tenía que  editar las fotos antes de enviarlas a la revista neoyorkina visual anthropology, en la que colaboraba. Además al día siguiente por la mañana debía impartir mis clases de historia antigua en la facultad y no tendría tiempo.

             Por un instante me quedé abstraído, tuve la sensación y seguridad de que alguien me estaba mirando. Me levanté mientras pasé la mano derecha por mi melena plateada y miré hacia un grupo de personas que parecía estar realizando una visita guiada.

            En aquel momento me fijé en ella.

       Llevaba un traje chaqueta azul, una blusa blanca y zapatos con un tacón vertiginoso. Era de complexión delgada, pero generosa en las formas. La miré a los ojos, llevaba  unas gafas de pasta negra que le conferían una pinta inconfundible de intelectual. Su boca. Su boca me pareció sensualmente perfecta.

            Estuvimos jugando con la mirada un largo rato. Nos gustamos.

      Me puse la americana y coloqué la mochila en mi hombro mientras seguimos mirándonos. Finalmente le hice un gesto con la cabeza.

            Ella lo entendió perfectamente y se dirigió disimuladamente hacia el escenario. Se situó frente a la tarima y me buscó, pero yo había desaparecido. Miró a su derecha y hacia su izquierda. No había nadie y emitió un bufido «será capullo» pensó y se dio media vuelta para volver con su grupo.

            De pronto una puerta en el lateral se abrió y aparecí, ella dio un respingo. Sonrió y vino hacia mí, cerré la puerta a su paso.

            Seguimos mirándonos, esta vez a un suspiro de distancia.

            —Hola, me llamo Laura —se dirigió hacia mi tendiéndome la mano, mientras se humedecía los labios al tragar saliva.

            —Encantado, me llamo Monsieur —entrelacé sus dedos con los míos.

            —¿Monsieur?, pero … pero eso no es un nombre. Además es muy raro.

            —Depende del momento, sí que es un nombre.

            —¿Y este es un buen momento Monsieur? Lo dijo mientras se chupaba el dedo pulgar y bajaba las pestañas lentamente, casi acariciando sus mejillas, como si fueran un lienzo.

            La miré con una sonrisa en los labios.

            —¿Y bien, qué haces aquí? Parece que vas muy acompañada.

            —Así es Monsieur, soy economista y matemática y estoy realizando un curso internacional de administración de empresas, aquí en Barcelona y hoy tocaba actividad cultural.

            —Anda ven conmigo, quiero enseñarte algo.

            —¿Ahora? Se giró hacia el grupo de personas que estaban con ella y se dio cuenta de que ya nadie la veía.

            Seguimos con los dedos entrelazados y nos dirigimos hacia otra puerta situada entre bastidores, hasta un pasillo que terminó en una especie de hall. Una vez allí, subimos por unas escaleras palaciegas que nos llevaron hasta la puerta de una biblioteca.          

            Entramos en una gran sala circular de varias plantas de altura, una especie de templo, con todo el perímetro repleto de estanterías y una rampa que la rodeaba en espiral, en cuyo centro presidía, a modo de altar, una gran mesa de caoba y dos butacas de piel.

            Ella me miró, boquiabierta. Le pareció un espacio mágico.

            —Bienvenida a la biblioteca de los sentidos.

                                                                                                      

            Paseó durante unos minutos entre estanterías, acarició los lomos de los libros con las yemas de sus dedos, a la vez que inspiraba un aire que le olía a la vez a papel antiguo y hechizo.

            Mi cuerpo cálido se pegó a su espalda, mientras le murmuré al oído:

            —Cada libro, cada tomo que ves, tiene alma. El alma de quien lo escribió, y el alma de quienes lo leyeron y vivieron y soñaron con él  —seguí hablándole con nuestros cuerpos pegados —. La frase no es mía Laura, es del escritor Ruiz Zafón.

            Sus ojos se agrandaron. Estaba confundida.   

            —¿Qué? Ella intentó volverse, pero mis fuertes brazos la rodearon por los hombros y mis manos se pusieron sobre las suyas.

            —Shhhhhh despacio, como se lee un libro— le susurré disfrutando de su sorpresa.

            —Me … rindo— ella contestó en voz baja, mientras sonriendo, intentó volver ligeramente la cabeza y ver mi cara de nuevo, ahora era mi voz la que la mantuvo inmóvil; una voz grave que le ordenó no girarse.

            —Las bibliotecas transmiten erotismo, mucho erotismo—murmuré empotrando mi torso sobre su espalda. A la vez, ella se presionó contra mí.         Laura no sintió el más mínimo miedo, ni se intimidó. Algo que yo intuí de inmediato, ya que a la más mínima sensación de molestia o incomodidad le hubiera pedido disculpas.

            Volvió ligeramente la cabeza, mirando hacia mí de soslayo

            —Usted es terriblemente alto —dijo, levantó un pulgar y se lo mordió de nuevo.

            Me quise morir.

            Muy despacio cogí sus manos y las llevé sobre la madera de la estantería, que estaba situada a la altura de sus ojos, haciéndole volver su atención a los libros.   

            —¿Ves este libro que tienes frente a ti? Es del siglo XIII. —puse mis labios rozando su mejilla izquierda —.Explica que unos monjes, desde la ventana de su monasterio, vieron una noche que la Luna, distraída, se acercó demasiado a la Tierra, y de repente le salió al paso una sombra oscura. Desde el scriptorium del monasterio escucharon unos sonidos muy extraños. Y también risas. La Luna desapareció en cuanto empezó a amanecer. Escribieron que el lobo aullaba cada noche a la luna para que volviera.

            «Esto no me está pasando a mí», pensó ella. «No puedo estar en la biblioteca del Palau de la Música Catalana junto a un caballero que no sé ni quien es, observando un misterioso libro y con unas ganas de que me folle que me vuelvo loca». Echó la cabeza hacia atrás, hasta que su mejilla rozó a la mía. La empujé con mi mentón para que volviera a estar cara a los libros

            Introduje mis dos manos bajo su blusa, y empecé a acariciar muy despacio  la línea invisible que iba del cuello hasta su pubis, hasta que llegué a sus pechos y allí me detuve. Ella contuvo la respiración. Los acaricié deslizando mis dedos sobre sus pezones.  

            Con una mano cogí su pelo hasta girarle la cabeza de perfil y así poder besarle la boca, los labios, la lengua, las encías, los dientes ... y de nuevo vuelta a empezar.

            Sujeté sus manos y se las llevé hacia la estantería de nuevo, el pecho le subía y bajaba al ritmo de una respiración desinhibida, anhelando cada nuevo roce de mis dedos.

            Por fin mi mano liberó las de ella,  recorrí lentamente sus brazos y acaricié de nuevo su pubis. No me detuve allí, le arremangué la falda por encima de la cintura. Ella era deseo en estado puro, sentía mis dedos como la recorrían en senderos tortuosos. Un escalofrío recorrió su nuca.

            —Abre las piernas—, le murmuré  —levanta el culo —. La acaricié con mis dedos, ella estaba a punto de estallar. Mis pies se movieron enfundados en unos botines de piel negros, le golpeé suavemente los tobillos hasta que abrió más las piernas.

            —Ni se te ocurra correrte todavía —. Ella suspiró con fuerza, iba a protestar cuando notó los dedos de mi mano acariciarla y adentrarse en ella, que hacía verdaderos esfuerzos para no gritar. En aquel momento bajó las manos de la estantería y las llevó hacia su espalda y por encima de mi pantalón empezó a apretar mi bragueta. Yo estaba duro como una piedra.

            La detuve.

            Enseguida entendió quien dirigiría el juego.

            Seguía con la falda subida hasta la cintura.

            —¿Esto a que viene? —intentó razonar ella, a punto del orgasmo… vale por favor…  no pare,  suspiró con voz apenas audible.

            Se aferró con fuerza a la estantería, sus dedos temblaban de anticipación y la mirada la tenía fija en los libros. Fue cuando por un momento, ella perdió el mundo de vista con un intenso grito de placer.

            —Shhhhhh despacio, como se lee un libro, le susurré. Le di la vuelta. Acaricié su pelo, colocando un mechón suelo y nos miramos a los ojos.

Comentarios

  1. Las bibliotecas tiene un algo especial, es verdad. Tienen también ese halo de erotismo que impregna la mente.
    Un beso.

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

El punto G requiere cierta intensidad

De la poesía, a veces, como tantas cosas de la vida, uno sabe con mas seguridad el final que el principio.