Me mira. Con los ojos cerrados me sigue mirando. Respira mi rostro. Respira mi respiración
Llevo un vestido blanco.
Como el color de mis bragas Tan blanco como la mismísima luna llena de ayer, la ‘de lobo’, según cuenta la leyenda porque sale a aullar. Es
algo ajustado de cintura, me gusta este vestido, me cae muy bien. Mi boca tiene
hoy ese efecto tan francés a labios pintados de forma sutil, de color carmín
oscuro casi negro y contornos ligeramente desdibujados. Mis cabellos son
abundantes, flexibles, dolorosos, una mata cobriza que me llega a la cintura.
Podría
engañarme, creer que soy hermosa como las mujeres hermosas, como las mujeres
miradas, porque realmente me miran mucho. Pero sé que no es cuestión de belleza
sino de otra cosa, Mon Monsieur me dice que soy sensualmente perfecta. Parezco
lo que quiero parecer, incluso hermosa si es eso lo que quiero ser. Y creerlo.
Creer, además, que soy encantadora. En cuanto lo creo, se convierte en realidad
para quienes me ven, también lo sé.
Mon Monsieur
me acompasa hacia su biblioteca. Mi expresión, a medida que bajamos las
escaleras, se va transformando hacia un matiz más carnal, colmado de
anhelo. Cierra la puerta, me mira fijamente a los ojos, lento y paciente,
me atrae hacia sí y empieza a desnudarme. Lo hace con la mirada.
Empiezo a
quitarme los zapatos de tacón, pausadamente giro mi cintura y lo deslizo con la
punta de mis dedos, repito idénticos gestos con el otro pie. Cuando llevo
zapatos de tacón hacen que me mueva diferente, si alguna vez alguien escribiera
la historia de mi vida, quien interpretara mi papel necesitaría llevar tacones
muy altos.
Mi vestido
parecía flotar, dejando mi desnudez a su disposición, el óvalo de mi
cara, mis senos, mis curvas. Se recrea mirándome, mientras Mon Monsieur, con
mimo exquisito dobla mi vestido, se dirige a su mesa llena de libros,
apartándolos para dejar sitio, allí están “Los girasoles ciegos”, de Alberto
Méndez, “Al envejecer los hombres lloran”, de Jean-Luc Seigle, “Lolita”,
de Nabokov, “Doce Cuentos Peregrinos”, de García Márquez junto
con “El curioso incidente del perro a medianoche”, de Mark Haddon. Sigo
mirando: Dickens, Tolstoi, Dostoievski, Goethe, Saint-Exupéry, Tagore, Vargas
Llosa y García Márquez. Sólo deja un montón de notas, unas gafas y una taza de
café apurado. Cierro los ojos y disfruto cada segundo de este instante.
Me
desabrocha el sujetador consiguiendo que caigan mis tirantes,
rozando ligeramente con sus manos cada petición
de mi cuerpo. Permanece detrás de mí, sin tocarme, oigo como respira,
me abraza con la punta de sus palabras. Su piel es de una suntuosa dulzura.
Huele bien, a perfume caro, huele a armonía. Su mirada sin prisa, se sumerge en
la mía.
Acaricia la
dulzura de mi sexo, de mi piel, la tentación desconocida. El día toca a su fin,
y la noche empieza ahora con la puesta del sol. Me mira. Con los ojos cerrados
me sigue mirando. Respira mi rostro. Respira mi respiración, ese aire cálido
que exhalo, deseo lo que hace de mí, como se sirve de mí, yo nunca había pensado
que pudiera hacerse de este modo.
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